31 de marzo de 2011

'Peyton Place', quien lo probó, lo sabe

Como dice el refrán, pueblo pequeño, infierno grande. Quien lo probó lo sabe. Y si lo sabes y cae en tus manos ‘Peyton Place’, de la desafortunada escritora (una cirrosis acabó con ella a los 39 años) Grace Metalious, será difícil que te puedas concentrar en mucho más durante un par de semanas. Quizá porque todos esos avernos en miniatura se parecen demasiado, estén ubicados en Estados Unidos, junto a la Ribera del Duero o en la montaña suiza.


En estos tiempos en los que hay tanta tontería disfrazada de modernismo en la Literatura, yo voy a reivindicar el derecho a leer sin sonrojarse una novela sin la que probablemente nunca habrían existido fenómenos televisivos como ‘Melrose Place’ o mi favorito, ‘Twin Peaks’. Y es que esta obra se convirtió tras su publicación, en 1956, en un fenómeno editorial que borró la distinción entre alta y baja cultura cuando confundir ambas cosas aún no estaba de moda.

Entonces, los lectores no parecían dispuestos a leer en una novela aquello que ponían en práctica, permitían o sufrían en sus falsas y vacías vidas cotidianas: el odio racial, el clasismo, el incesto, el aborto o la corrupción religiosa. El sueño americano a punto de derrumbarse. Así, la leyeron millones, algunos incluso a escondidas, mientras muchos países la prohibían y algún bibliotecario colgaba incluso un cartel en el que se leía: “No tenemos ningún ejemplar de 'Peyton Place'. Si queréis este libro id a Salem”. La autora había buscado la fama y la parábola acaba con sus últimas palabras: “Ten cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo”.

Ahora, creo que muchos seguirían sin soportarlo, sobre todo aquellos hipócritas que siguen envenenándose un poquito cada vez que, por accidente, se muerden la lengua. Esos que se aburren (un mal común en los infiernos grandes, digo, en los pueblos pequeños) y que en vez de mirarse el ombligo miran el de los demás, porque carecen de valentía. Por eso, no se atreverían a abrir esta novela. Los demás, los que sí nos atrevemos, tenemos difícil cerrarla hasta llegar al punto y final. Porque la vida, la verdad, la realidad, echa un pulso entre sus páginas a la Literatura.

28 de marzo de 2011

Un genio llamado José Saramago

Con su marcha el mundo se convirtió en un lugar más feo. Él, pesimista convencido, no sabía que a mí, con su presencia, con sus palabras, con su compromiso, me había convertido en una optimista convencida. El ser humano no podía ser tan malo si José Saramago formaba parte de él. El ser humano no podía ser corrupto cuando José Saramago hablaba, tranquilo, sereno, con esa lucidez asombrosa que sólo tienen los genios. El ser humano tenía muchas razones para la esperanza cuando José Saramago aseguraba eso de que “la persona más sabia que he conocido no sabía leer ni escribir”. El ser humano recuperaba la capacidad de amar cuando José Saramago hablaba de su eterna compañera, Pilar del Río.


A veces sigo llorando por alguien que para mí representa tantas cosas… No es sólo uno de mis escritores favoritos, es un referente vital que me ha enseñado tanto sin ni siquiera saberlo… Ya nunca lo sabrá. Pero algún día, dentro de muchos años, les contaré a mis nietos que tuve un abuelo imaginario, que se llamaba José Saramago , un hombre que dejó ciega a la Literatura cuando se marchó para siempre dejándonos un tesoro: la certeza de que es posible recuperar la fe en el ser humano.


A veces no tengo fuerzas para abrir al azar ‘Ensayo sobre la ceguera’, ‘El evangelio según Jesucristo’, ‘El hombre duplicado’ o ‘Las intermitencias de la muerte’. Eso sí, mirar la estantería y saber que siguen ahí, para siempre, me reconforta. Su legado es infinito. Como mi admiración.


Hasta siempre, maestro.

21 de marzo de 2011

Invidente por sensibilidad

Era capaz de emocionarse con las cosas más pequeñas. Muchos pensaban que Jean-Pierre Jeunet se había inspirado en ella para crear a Amélie. Se entusiasmaba si de postre había tarta de chocolate y galletas, si conseguía despertarse antes de que sonase la alarma con un rayo de sol acariciándole la mejilla o si un gato callejero maullaba a su paso cuando caminaba deprisa para llegar puntual al trabajo. Una vez lavó un pantalón vaquero con el metrobús dentro y éste se transformó en un corazón...

Esta vehemencia provocaba el efecto contrario cuando se topaba con la tristeza, la soledad o la hipocresía. El dolor era insoportable si se cruzaba en la calle Ballesta con esa señora octogenaria que paseaba siempre con su hija síndrome de Down colgada, casi literalmente, del brazo, si las plantas que llenaban de color su ventana se marchitaban o si, por enésima vez, su vecina, enferma de Alzheimer, le preguntaba "Bonita, qué día es hoy? Está lloviendo?". Cada vez que comenzaba la sintonía del informativo agarraba el mando del televisor con la mano temblorosa y lo apagaba.

Su inocencia la llevó a pensar que tapándose los ojos su mal se pasaría. No vería nada que la hiciese daño. Viviría aislada en su imaginación, donde los sueños siempre se hacen realidad. Los primeros tres días todo salió como había planeado, pero el cuarto sucedió lo inevitable: escuchó llorar a un niño.

18 de marzo de 2011

‘La hoja plegada’, una revelación dolorosa

Cumplí los 18, los 20, los 22, los 23… esperando una revelación: saber que, por fin, me había hecho mayor, que había pasado a formar parte del fascinante mundo de los adultos a los que tanto tiempo llevaba mirando con admiración a ras de suelo. Pero nada. Muchas veces, este tránsito, quizá el más doloroso de nuestras vidas, viene en forma de mazazo, o de profunda desilusión al descubrir que las cosas no son como nos las habían contado. Ahora mismo, yo me encuentro inmersa en esta aventura de la que es difícil salir ilesa. Por eso agradezco que ‘La hoja plegada’, de William Maxwell, me haya hecho compañía, porque narra un viaje parecido.

Su título está tomado de un poema de Tennyson que habla, precisamente, del paso del tiempo, y su protagonista, Lymie, se hace mayor el día que se da cuenta de que “no quería seguir viviendo en un mundo donde la verdad no puede hacerse valer”. Y se corta el cuello, como hiciera el escritor estadounidense en su etapa universitaria. Al fin y al cabo, la novela tiene mucho de autobiografía (como el personaje, también era huérfano de madre). Lo que no sabemos es si Maxwell también tenía un mejor amigo al que venerar, una amistad profunda y sincera que se tambalea cuando, como si de una Yoko Ono cualquiera se tratara (nótese la ironía), aparece en escena Sally.

Muchos han querido ver en ella la historia de un amor homosexual, pero para mí ésta es una versión simplista, porque es mucho más: es el viaje a la edad adulta y la esperanza reconvertida en desesperanza al cruzar la línea de meta.

En cuanto al estilo, se nota, y mucho, la labor que el autor desempeñó como crítico literario y editor, porque se palpa una contención, un no dejarse llevar, una premeditación, que le resta valor. El escritor no debe escribir con los dedos y la cabeza, sino con las entrañas, que vomite letras desde lo más profundo de su alma. De otra manera, puede llegar, pero no revolver. Esto es lo que le pasa a William Maxwell, que quizá, obnubilado por sus coetáneos (Nabokov y J.D. Salinger, entre otros), no se atrevió a darnos más de sí mismo. Una pena.

17 de marzo de 2011

Aquellos maravillosos años

Hace mucho, mucho tiempo yo no tenía que preocuparme por el modelito de cada día. Me enfundaban un baby blanco con rayas rojas, a juego con la chaquetita de punto y los leotardos y listo! La verdad es que estos no me duraban mucho. Me aficioné a revolcarme por la arena del patio y a correr más de lo que mis piernas me permitían y terminaba en el suelo. Entonces todavía había un local en mi calle que reparaba medias.

Hablaba mucho, sí, y chillaba más. A mediodía entraba en la tienda de mis padres y gritaba “Eh! Que hoy sólo me han castigado tres veces!”. Después les daba un beso y Loli, la chica que me cuidaba, me llevaba a casa a comer. No soportaba el filete empanado y, por eso, un día mi madre, en vez de zapatos, encontró en lo más profundo de su armario trocitos de carne en descomposición. Lo que más me gustaba era el postre, especialmente si había mandarinas. Colocábamos los gajos encima de la mesa, uno solo delante, y los demás de dos en dos, uno junto a otro. Era un autobús. Me encantaba engullir a los pasajeros según iban llegando a su destino, después de escuchar la historia de sus vidas. Pensaba mucho en ellos cuando regresaba al colegio...

Por la tarde, después de cantar en clase de inglés eso de “ten green bottles standing on the wall…”, observaba a mi hermano montarse su propio Tour de Francia con las chapas. A veces le preguntaba si me dejaba jugar y él, muy serio, me miraba y me decía “Sí, si quieres te puedes tumbar en el suelo y hacer de carretera”. Después recapacitaba y me proponía que mejoráramos nuestra técnica de hacernos los dormidos o que nos retásemos a ojos de lobo, a ver cuál de los dos era capaz de hacer reír al otro poniendo el careto más feo. Siempre ganaba yo…

Algunas noches me convertía en una novia. Le pedía a mi madre su anillo, me colocaba un trapo viejo sobre la cabeza y le decía a mi padre “Anda… Cásate conmigo”. A esa hora solía estar ya muerta de sueño e intentaba abrir los ojos mucho para que no se me notase. Ya en la cama pegaba el último grito del día: “Hasta mañana, mamá! Felices sueños", “Hasta mañana, papá! Felices sueños", “Hasta mañana, tato! Felices sueños". "Igualmente!”. Ya podía dormir tranquila.

Aún hoy me dan ganas de ponerme el baby de rayas rojas para ir a trabajar…

15 de marzo de 2011

Culpable

Mi asesinato no fue un asesinato cualquiera. Esperé durante años a que sucediera, encerrado entre cuatro paredes que cada día me ahogaban un poquito más. No fui víctima de un atraco ni de un ataque terrorista, no. Incluso me dio tiempo a hacer el amor con mi novia y a tomar una pizza de atún y cebolla antes de morir, sabiendo que iba a ser la última vez, que un rato después una docena de personas se reunirían para verme agonizar, por fin. El tipo que me mató nunca fue encarcelado, ni siquiera acusado. Después de pincharme, se fue tranquilamente a tomar una cerveza, como cada día después del trabajo. Yo, por mi parte, pasé a engrosar la lista de hombres vencidos por una palabra: culpable.

14 de marzo de 2011

Para recordar lo no vivido

"Lisboa es rara, es una ciudad en la que tengo recuerdos de cosas que no he vivido, pero eso me hace ir despacito, más tranquila, con dos dedos, torpe pero acertando las letras que quiero dar, estoy tranquila, por fin. Al menos no siento que me muero por dentro. Eso es bueno, no? Y tengo ganas, pequeñas, pero ganas, de empezar otra vez y olvidar que esta, y cualquier ciudad, está a veces tan triste como yo. Y notar que estoy cambiando, aunque sólo sea un poco. Bueno, si es mucho mejor".

Así, tal y como la describe Leire (Najwa Nimri) en 'Piedras', la película de Ramón Salazar, es Lisboa. Una ciudad en la que te encuentras cómodo, protegido, querido. Como en casa. Sin saber por qué. Quizá esta cotidianidad de viejo amigo es la que hace que no repares en su grandeza mientras degustas un pasteis de nata en el Café Brasileira, emulando al enorme poeta Fernando Pessoa, mientras desafías sus pendientes a lomos de un tranvía, mientras recuerdas algunas de las sentencias de ese genio llamado José Saramago –"Creo que todos estamos ciegos, somos ciegos que pueden ver, pero no miran"– en la entrada de la Casa dos Bicos, mientras las 365 recetas de bacalao dilatan las pupilas y hacen crujir los estómagos, mientras tus pulmones se llenan de aire fresco y salino. Un regalo del Atlántico para purgar el pecado, irreparable, de llevarse para siempre el Tajo. Así es esta vieja ciudad, un dejarse llevar, suavemente, por las manos amigas que nos tienden sus inclinadas calles de raíles y ropas tendidas, que parecen asomarse a ellas para no perder detalle. No es causa de exclamaciones ni de síndromes de Stendhal, porque provoca algo mejor.

Cuando, por fin, te atreves a mirarla frente a frente desde el Mirador de Graça, te das cuenta de todo lo que se ha ido fraguando en esos paseos tranquilos y serenos. Irremediablemente, sientes que te has enamorado de ella. Y, entonces, como si tuvieras de nuevo 15 años, sólo te apetece jugar con ella a cambiarle tus secretos por sus fados. Has descubierto una nueva dimensión. Como por arte de magia. Por eso Leire finaliza su discurso susurrando "¡Qué bien Lisboa!". Qué bien!

11 de marzo de 2011

Desmontando el refrán

Y a la salida del cine:

- Sabes de lo que me he dado cuenta?
- De qué?
- De que una imagen no vale más que mil palabras.
- Cómo que no?
- Te quiero.

10 de marzo de 2011

'Cien años de soledad'. Sí, quiero

Existe una aldea donde, como dijo Pacho Bottía, los bloques de hielo parecen diamantes y el chocolate hace levitar a los curas, donde la magia y los portentos de la ciencia son recibidos con la misma naturalidad. Un lugar habitado por una tribu de gitanos, coroneles, niños surumbáticos y toda una estirpe de soñadores dispuesta siempre a emprender las más delirantes empresas. Su nombre es Macondo, donde la magia se hace realidad, o viceversa, y está ubicado en la estantería de las joyas de la literatura universal, además de en el rincón más privilegiado de mis afectos literarios.

Por eso, cuando me propuse escribir esta crítica, sentí vértigo. Quizá del bueno, como el que tan bien describía Milan Kundera en ‘La insoportable levedad del ser’, ese cuya inmensidad te atrae tanto que, aunque la valla sea segura, te abruma y acabas retrocediendo. Ésta es la razón de que abra mi corazón, porque, ya se sabe, cuando de sentimientos se trata, las palabras no bastan.

Cuando cursaba primero de Bachillerato, mi profesor de Lengua y Literatura nos dio varios arranques de libros para que eligiésemos uno a partir del cual escribir nuestro propio relato. De inmediato mis ojos se posaron sobre las siguientes líneas:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”

No sé qué fue lo que me atrajo de esta enigmática frase. Ahora, con el paso del tiempo (ya se sabe que la memoria es tramposa y suele adornarse a nuestro antojo) quiero pensar que mi corazón comenzó a latir muy fuerte. Que vi con asombro cómo en ella se entremezclaban presente, pasado y futuro en una atmósfera de la quería formar parte a toda costa. Será posible que exista el flechazo literario?

En cualquier caso, este enamoramiento se fue convirtiendo en amor sereno y consolidado a medida que iba leyendo situaciones tan maravillosas como el diluvio que se alarga durante cuatro años, once meses y dos días; la llovizna de flores amarillas; la fuerza de José Arcadio Buendía, capaz de derribar un caballo agarrándolo por las orejas; la cola de cerdo con la que nace el último miembro de la familia; la fuga de Remedios, la bella, volando con una sábana… Y tantos y tantos momentos que me han hecho sonreír y emocionarme, porque me han ayudado a descubrir qué es eso que buscaba con ansia entre las páginas de un libro: entender el mundo. Al fin y al cabo, García Márquez dijo en una ocasión que el escritor lo es para explicarse a sí mismo lo que le parece inexplicable.

Así, cambió mi perspectiva sobre las relaciones humanas, comprendí que vivimos y morimos solos; que la traición, el rencor, las pasiones incontroladas, la atracción por lo prohibido no son más que las consecuencias de la incapacidad de dar y recibir amor o del ansia de ser libre, de ver otros mundos, aunque sea haciendo la guerra. Cualquier cosa menos quedarse amarrado durante años al tronco de un árbol.

Como casi siempre, el colombiano utiliza las referencias bíblicas para construir su historia y las exagera hasta llegar a la hipérbole. De esta manera, consigue mezclar lo fantástico y lo real (denunciando, por ejemplo, la situación de violencia que se vivió en Colombia a partir de la II Guerra Mundial) hasta que las fronteras de uno y otro desaparecen para fundirse. Tal y como declaró el Nobel, “lo mágico puede transformarse en lo real con la misma facilidad que lo real en lo mágico. No hay un lugar que sea mas real, o mágico, que otro, porque todo puede intercambiarse y todo es parte de la misma realidad total”.

Y es ahí, en esa totalidad, donde encontré el poder de la imaginación, la belleza, el entusiasmo, la fantasía, la verdad, los sueños y una gran certeza: hay amores que sí duran para siempre. Gracias, Gabo.

9 de marzo de 2011

Línea 3

Me llaman la loca del metro de Lavapiés. No lo entiendo. Qué tiene de malo rebuscar en las papeleras si lo que esperas encontrar es un tesoro maravilloso? Me paseo por el andén de la línea 3, dirección Moncloa, en busca de aquello que es mío y que un día decidí tirar.

Aquella tarde habíamos ido al teatro. Los recuerdos son borrosos, pero creo que por la mañana habíamos discutido por un malentendido sin importancia y que yo apenas podía contener las lágrimas. Estaba abatida. Tú, tan encantador como casi siempre, después de la función y mientras volvíamos a casa, escribiste en un papel "tristeza", lo doblaste y lo rasgaste por la mitad. Sonriéndome me lo cediste y yo, a su vez, lo rasgué de nuevo. A eso jugamos hasta convertir la pena en migajas. Cuando llegamos a la estación de Lavapiés me bajé corriendo del vagón y, con firmeza, lancé los pedazos a una papelera.

Eso fue treinta y tres días antes de que me dejases por otra, más joven, más lista, o por ti mismo. Quién sabe. Tu pecado capital siempre fue el egoísmo. Desde entonces estoy muerta. Por eso rebusco en la basura buscando mi tristeza. Quiero sentir. Quiero volver a estar viva.

8 de marzo de 2011

Un despilfarro de prosa brillante

El amor. El amor que todo lo llena. El amor que embellece y envilece. El amor que te sube al cielo y te baja al infierno cuando, qué ironía, se extinguen las llamaradas de la pasión. El amor que ha llenado de libros las estanterías de las bibliotecas, de muescas los troncos de los árboles, de anillos los dedos y de muertos los cementerios. El amor que te hace mejor y peor persona a partes iguales. El amor que te toca y te convierte en vulnerable e invencible. El amor, que se sufre y se disfruta, tan puro y tan sucio, tan dulce y tan duro, tan diferente de los cuentos de hadas que nos hacían soñar con príncipes, ranas y princesas, incluso antes de dormir cuando los escuchábamos, de niños, arropados con las sábanas de otro amor, el paternal… El amor es el protagonista absoluto de ‘Bella del Señor’, un despilfarro de prosa brillante que nos regala Albert Cohen.

Tras dos meses de lectura y varios días de reposo creo que estoy en condiciones de proclamar que es una de las mejores novelas que he leído nunca. Sí, es una de esas maravillas que se saborean mejor paladeándolas despacito y que te hace reflexionar golpeándote bien fuerte. Por eso, hay que degustarla a pequeños mordiscos, porque de otra manera tanta crudeza podría atragantársenos. Por no hablar de que muchas veces preferimos creer que si algo no se piensa, no se habla o no se escucha es, simplemente, porque no existe. Y nos quedamos en la torre esperando que el chico de azul venga a rescatarnos y nos invite a una ración de perdices…

Cohen disecciona el comportamiento humano, cruel y mezquino en muchas ocasiones, con precisión, tirando a dar con un dardo de palabras recubiertas de ironía, a través de la historia de amor de Arianne y Solal, amantes. Implacablemente, el autor describe su historia de amor de principio a fin, recorriendo todos los estadios del sentimiento: inseguridad, pasión, admiración, ternura, celos, frustración, odio.

Y lo hace derrochando talento, narrando en primera persona lo que pasa por las cabezas de los protagonistas, sin orden, sin concierto, sin filtros, sin falsedades, sin puntos, sin comas, sin florituras superfluas, con tal tino que te costará despertar de ese estado de ensoñación y preguntarte si no eres tú quien está cavilando. Todo ello mientras descubres que, a veces, los problemas de romeos y julietas no los provocan otros, sino que están dentro de ellos mismos, de nosotros mismos, de nuestra educación, de nuestros miedos.

Así pues, espero que os animéis y la disfrutéis tanto como yo. Eso sí, no se os ocurra acompañarla de un pastelito de nata. Servíos un café amargo.

7 de marzo de 2011

Hasta que el viento nos separe

Vivo a su alrededor, vivo por ellas, de ellas y para ellas. En ocasiones me juegan una mala pasada. Tramposas. En otras me pierdo entre sus formas, redondas, lineales, como si fueran un laberinto del que es imposible escapar. Titubeo. Mi favorita está en desuso. Si dijera eres un pusilánime, cobarde pensaría que soy una pedante. No tienen dueño. Cuando las vocalizo intento secuestrarlas, pero, en realidad, sólo son mi propiedad cuando las escucho. Soy su esclava. Son mágicas. Por ejemplo, cuando leo, oigo o digo victoria, no pienso en batallas ni guerras, sino en una princesa de las buenas, esas que no llevan corona. Me gusta cómo, poniéndolas en fila, una detrás de otra, son capaces de crear sentimientos, con sólo un movimiento de muñeca. Su inmensidad me abruma. Nunca llegaré a conocerlas a todas, por mucho que las busque en otros labios, en otros folios, en un millón de libros. Siempre quedará alguna agazapada esperando que alguien la encuentre y la redescubra cuando, por fin, se atreva a pronunciarla. Resucitada. Viva. Antes de que se la lleve el viento.