14 de marzo de 2011

Para recordar lo no vivido

"Lisboa es rara, es una ciudad en la que tengo recuerdos de cosas que no he vivido, pero eso me hace ir despacito, más tranquila, con dos dedos, torpe pero acertando las letras que quiero dar, estoy tranquila, por fin. Al menos no siento que me muero por dentro. Eso es bueno, no? Y tengo ganas, pequeñas, pero ganas, de empezar otra vez y olvidar que esta, y cualquier ciudad, está a veces tan triste como yo. Y notar que estoy cambiando, aunque sólo sea un poco. Bueno, si es mucho mejor".

Así, tal y como la describe Leire (Najwa Nimri) en 'Piedras', la película de Ramón Salazar, es Lisboa. Una ciudad en la que te encuentras cómodo, protegido, querido. Como en casa. Sin saber por qué. Quizá esta cotidianidad de viejo amigo es la que hace que no repares en su grandeza mientras degustas un pasteis de nata en el Café Brasileira, emulando al enorme poeta Fernando Pessoa, mientras desafías sus pendientes a lomos de un tranvía, mientras recuerdas algunas de las sentencias de ese genio llamado José Saramago –"Creo que todos estamos ciegos, somos ciegos que pueden ver, pero no miran"– en la entrada de la Casa dos Bicos, mientras las 365 recetas de bacalao dilatan las pupilas y hacen crujir los estómagos, mientras tus pulmones se llenan de aire fresco y salino. Un regalo del Atlántico para purgar el pecado, irreparable, de llevarse para siempre el Tajo. Así es esta vieja ciudad, un dejarse llevar, suavemente, por las manos amigas que nos tienden sus inclinadas calles de raíles y ropas tendidas, que parecen asomarse a ellas para no perder detalle. No es causa de exclamaciones ni de síndromes de Stendhal, porque provoca algo mejor.

Cuando, por fin, te atreves a mirarla frente a frente desde el Mirador de Graça, te das cuenta de todo lo que se ha ido fraguando en esos paseos tranquilos y serenos. Irremediablemente, sientes que te has enamorado de ella. Y, entonces, como si tuvieras de nuevo 15 años, sólo te apetece jugar con ella a cambiarle tus secretos por sus fados. Has descubierto una nueva dimensión. Como por arte de magia. Por eso Leire finaliza su discurso susurrando "¡Qué bien Lisboa!". Qué bien!

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