15 de junio de 2011

'La plaza del diamante', simbología pura

Sólo después de leer ‘La plaza del diamante’ me he acercado a curiosear las críticas que sobre ella se han escrito (cuando alguien me dice con tanta seguridad que una obra me va a llenar de sensaciones, prefiero que nada más lo empañe o me llene de juicios previos, buenos o malos). “La mejor novela del siglo” o “una de las novelas más importantes y bellas publicadas en siglo XX” son sólo dos ejemplos de cómo un libro que hasta el momento era completamente desconocido para mí ya había pasado a formar parte del imaginario de muchísimos lectores empedernidos.

Porque, precisamente, su autora, la catalana Mercé Rodoreda, hizo una novela que, gracias a la construcción del discurso, a lo que dice, pero, sobre todo, a lo que deja de decir, simbología pura, es diferente según quien la tome y la disfrute entre sus manos. La cotidianeidad que nos describe en primera persona Natalia, su protagonista, a ratos puede ser la mía, a ratos la de mi vecino, otros los de mis compañeros de mesa en el trabajo. Y es que detrás de un nido de palomas, de un cuchicheo en el oído o de un vestido rosa puede esconderse la angustia, la ternura o la ilusión; la rabia, el miedo a la soledad o la inocencia; el anhelo, el orgullo o las ganas de vivir. Y así sucesivamente…

De esta manera habrá tantas natalias como lectores, que serán los únicos que, en definitiva, pondrán contenido a los sentimientos, los pensamientos, al mundo de los personajes que desfilan frente a la mirada de una mujer que se supone vivió la República, la Guerra Civil y la penosa posguerra. Pero sólo se supone. Quizá nada sea lo que parece.

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