17 de marzo de 2011

Aquellos maravillosos años

Hace mucho, mucho tiempo yo no tenía que preocuparme por el modelito de cada día. Me enfundaban un baby blanco con rayas rojas, a juego con la chaquetita de punto y los leotardos y listo! La verdad es que estos no me duraban mucho. Me aficioné a revolcarme por la arena del patio y a correr más de lo que mis piernas me permitían y terminaba en el suelo. Entonces todavía había un local en mi calle que reparaba medias.

Hablaba mucho, sí, y chillaba más. A mediodía entraba en la tienda de mis padres y gritaba “Eh! Que hoy sólo me han castigado tres veces!”. Después les daba un beso y Loli, la chica que me cuidaba, me llevaba a casa a comer. No soportaba el filete empanado y, por eso, un día mi madre, en vez de zapatos, encontró en lo más profundo de su armario trocitos de carne en descomposición. Lo que más me gustaba era el postre, especialmente si había mandarinas. Colocábamos los gajos encima de la mesa, uno solo delante, y los demás de dos en dos, uno junto a otro. Era un autobús. Me encantaba engullir a los pasajeros según iban llegando a su destino, después de escuchar la historia de sus vidas. Pensaba mucho en ellos cuando regresaba al colegio...

Por la tarde, después de cantar en clase de inglés eso de “ten green bottles standing on the wall…”, observaba a mi hermano montarse su propio Tour de Francia con las chapas. A veces le preguntaba si me dejaba jugar y él, muy serio, me miraba y me decía “Sí, si quieres te puedes tumbar en el suelo y hacer de carretera”. Después recapacitaba y me proponía que mejoráramos nuestra técnica de hacernos los dormidos o que nos retásemos a ojos de lobo, a ver cuál de los dos era capaz de hacer reír al otro poniendo el careto más feo. Siempre ganaba yo…

Algunas noches me convertía en una novia. Le pedía a mi madre su anillo, me colocaba un trapo viejo sobre la cabeza y le decía a mi padre “Anda… Cásate conmigo”. A esa hora solía estar ya muerta de sueño e intentaba abrir los ojos mucho para que no se me notase. Ya en la cama pegaba el último grito del día: “Hasta mañana, mamá! Felices sueños", “Hasta mañana, papá! Felices sueños", “Hasta mañana, tato! Felices sueños". "Igualmente!”. Ya podía dormir tranquila.

Aún hoy me dan ganas de ponerme el baby de rayas rojas para ir a trabajar…

1 comentario:

  1. Hay que ver lo que dan de sí las mandarinas... Ponte el baby y a ser feliz

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