2 de septiembre de 2011

Un verano en el centro

“En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina de cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se lo llevaron a las nubes. Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados”.

Pura poesía. Con ella me encontré en el centro de mi vida, en aquél verano que lo cambió todo, el mismo en que cayó en mis manos –me gusta pensar que de manera no casual– ‘El camino de los ingleses’, de Antonio Soler. Una obra hermosa, donde la prosa juguetea con el lirismo más sensible para describir, de manera profundamente psicológica, la gran aventura de saltar hacia la madurez, reflexionando sobre el amor, la muerte, los sueños, la esperanza, el sexo.

Es curioso cómo hay libros que aparecen cuando deben aparecer para acompañarnos en el camino, convirtiéndose en una especie de terapia que nos reconforta. En este caso, cuando arrancó “el verano a la orilla de una vida y de un verano”, cuando descubrí que mi “corazón puede ser una casa vacía o una acera por donde sólo de tarde en tarde pasa la fortuna”.

Y caminando por ella conocí a Miguelito Dávila, el Babirusa, Beatrice, o Luli Gigante, la Cuerpo, la Señorita del Casco Cartaginés… Personajes, grandiosos todos ellos, que no serían quienes son sin esa visión poética de la realidad. Salvados por la poesía del narrador –gracias, Antonio– que los aleja de la desesperanza. Con ellos lloré de manera tan bonita que cuando llegué al final, volví al principio de aquel verano, el del centro de sus vidas, el del centro de la mía. Y a ellos regreso cuando algo se tambalea, porque “los sueños se pueden quedar en el mundo de los sueños, pero tú y yo no, tú y yo no”.

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