Tengo los talones negros de pasear descalza por la calle
Princesa. Me he cansado de cargar con un palmo de plataformas de esparto. Cuando llego a casa, me meto en la
ducha y me froto fuerte con la piedra pómez hasta que duele. Después juego a
pintarme las uñas de los pies. Como una fiesta. Y no soy capaz de apartar la
mirada de esos 10 dedos adornados en rojo brillante. Los hago bailar, como si
tocaran el vals de Amélie en un piano imaginario. Y siento, otra vez,
que no soy más que una niña a la que han obligado a hacerse mayor.
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