Creo recordar que comencé el año escuchando una y otra vez
esa canción de Iván Ferreiro, la que está en mi lista ‘Días tristes’ de
Spotify. “De este año que no fue ese año que esperábamos tener”… Y no, 2012
tampoco ha sido el año que esperaba tener. De hecho, en 2012 he aprendido que la
vida no es más que una sucesión de hechos inesperados, una sorpresa, a veces
envenenada. Doy gracias, estoy viva. Que un día puedes estar arriba del todo y
al siguiente haberte dado un golpe tan fuerte que te ha partido el alma. Y
viceversa. 2012, el año que pasó todo.
Recuerdo que los primeros meses lloraba mucho. Hay manchas
de rímel en mi almohada que no he conseguido quitar. Me gusta que estén ahí,
recordándome dónde no quiero estar, quién no quiero ser. Me releí una tras otra
todas las novelas de Richard Yates, buscándome, encontrándome en April Wheeler,
en las hermanas Grimmes, lamentándome, sin ponerle remedio, de que mi vida
también estuviera irremediablemente vacía. Y en vez de hallar consuelo, me
desconsolaba más. Pobrecita niña incomprendida. No sé en qué momento salí del
bucle, pero garabatear lo que sentía en una libreta que siempre estaba al lado
de la cama me ayudó. Ahora releo esos trazos trasnochados en algunos recitales
de poesía sin saber muy bien qué demonios hago allí. Simple instinto quizá.
Y escapé de Revolutionary Road con zapatos rojos de tacón,
porque el cine me ha enseñado que la felicidad no tiene suelo de moqueta, sino
baldosas amarillas. Y que, a veces, basta con hacer chas chas o con enviar por
impulso un mensaje a alguien para que todo vaya bien. Improvisar. Dejarse
llevar por la intuición. Improvisar. Improvisar. Improvisación, eso pone en mi
nevera. Besos improvisados que crean nuevas vidas inesperadas, y mejores. 2012,
el año en que las noches se hicieron reversibles y los domingos se volvieron
astrománticos.
Daría cualquier cosa porque mi balance de este año acabara
así “2012, el año en que las noches se hicieron reversibles y los domingos se
volvieron astrománticos”. Es bonito, pero no puedo terminar así, no puedo
obviar, ni quiero, que este año me he despedido de una de las personas más
especiales que he tenido, y tendré, en mi vida. También de golpe y sin avisar,
como llegó lo bueno, con una llamada de teléfono que jamás se me había pasado
por la cabeza recibir, con una llamada de teléfono que me recordó demasiado a
otra llamada de teléfono que recibí tres años antes. La injusticia se repetía,
dejándome un socavón donde antes tenía el estómago. Le echo de menos, cada día,
a pesar de llevarle dentro, hoy y siempre. Su voz inconfundible, su ilusión,
sus tremendas ganas de vivir. El más amigo de sus amigos. El mejor. El único. Ladis.
Decir su nombre es decirlo todo. Ladis. Y no sé si hay otra vida ni si existen
los ángeles de la guarda, pero si es así, me los pido a los dos para que me acompañen
en el camino, porque aunque ya no estén, están, porque cuando se me acelera el
corazón no es que esté nerviosa, es que se han puesto a bailar ska, porque
aunque a veces vuelva a resquebrajárseme el alma… Soy feliz, por fin.
Porque 2012 me ha traído la felicidad haciendo mis noches
reversibles y volviendo los domingos astrománticos. Porque, pese a todo, puedo
acabar mi balance del año así.